Una vez escuché que todas las casas viejas están embrujadas. Mala suerte la mía que fui a parar a un pueblo colmado de casas viejas. Mi hermano me mostró fotos de muertos siendo velados en las habitaciones de las casas en las que habíamos vivido. Nos mudamos muchas veces y nunca dejamos de ser extranjeros. No me sorprende, por eso, ver en el living de mi casa, ese que ahora es de otro color en sus paredes pero casi igual, a una señora que no sabemos bien quién es, rodeada de un cortejo de brujas y coros llorando a su lado.
- Mirá cómo está tendida en el medio de la sala al lado de esa mesita ratona – dice mi hermano.
- Ahí es donde juego cuando estoy solo.
- Ya sé – me responde.
Digo que es normal en un pueblo que encima tiene el río. La cantidad de ahogados y muertos en pena es tan grande que no caben en los cementerios. Por eso los vemos conviviendo con nosotros, o por ahí somos nosotros las almas en pena. Qué se yo. No es algo que me quite el sueño. Las almitas viajan en el colectivo y se bajan para continuar con la jornada laboral.
No hay que prestarles atención, me dijo el cura. Porque si uno se interesa las almas lo succionan, le comen la vida y se adosan a ellas como si fueran parásitos. Y es de todos los días ver a gente que tiene en los hombros dos, tres, hasta cuatro almas colgadas.
Lo que pasa es que en el pueblo la gente se aburre mucho y las almas estornudan y tosen para llamar la atención.
Mi hermano es mayor que yo y odia este pueblo. Quiere irse en cuanto pueda. Ayer mismo me dijo que tiene debajo de su cama un bolso repleto de medias y calzoncillos y el aire comprimido que le regaló el tío cuando cumplió los quince. Cuando me mostró el bolso estaba lleno de tierra y de hojas en blanco. A todo le digo que sí y entonces él me mira como dudando de mis intenciones pero enseguida se imagina en el camino de la costa con el bolso al hombro y le entran ganas de reírse a carcajadas y saltar por el patio con los brazos levantados como un loco. Y a mí también me dan ganas de salirme de este pueblo, de dejar a las almitas que sigan con su rutina y empezar a correr y saltar y bailar con mi hermano.
- ¿Creés que los fantasmas están todavía en las casas? – pregunto una vez que nos calmamos.
- Ahí hay uno nomás – me responde.
Y señala la esquina de mi cuarto donde hay un hombre vestido de traje que nos mira sin decir nada. Lo saludo y enseguida aparta la mirada. No vaya a ser cosa que nos demos cuenta de su presencia.
Mejor no preguntarle a mamá qué piensa de las almas en pena porque seguro nos caga a cintazos. Creo que le afecta un poco darse cuenta de que hace mucho tiempo que está muerta. No pasó ni un segundo de su estadía en casa en el que no pensara dejar todo y seguir. Subsistir por inercia, pobre mamá. Mi hermano le da un beso en la frente y mamá se queda en sepia.
Después corremos como locos hasta el campo de soja a revolcarnos entre los yuyos y los montes y caemos por la barranca de la cueva del tigre, donde nunca hubo un tigre, y damos de panza en el río con todas las ganas. Los bagres nos chupan los dedos de los pies y nos quitan las impurezas del cuerpo y de la cabeza. El problema son las palometas que enseguida se confunden cualquier cuerpo con un cadáver. Sacan los dientes y empiezan a mordernos y tenemos que arrancarlas de nuestras piernas y partirles la cabeza contra las rocas. Entonces mi hermano se convierte en un delfín y en una palometa y muestra los dientes afilados mientras se pelea con un ahogado que todavía no sabe que está en el río y sueña con caminar sobre el agua.
- Los bagres me hacen cosquillas – dice mi hermano.
- Creo que acabo de tocar un tiburón con las manos – pienso
- No hay tiburones en el río – me responde.
Entonces vemos una ballena que surca los aires para caer de lleno al lado nuestro. Las olas nos arrastran hasta el canal y nos reímos como nunca porque la ballena se lleva a toda velocidad al ahogado. Los pescadores nos lanzan las redes para traernos a la costa y llegamos rodeados de una cohorte de peces y sirenas, que no son tan hermosas como las pintan los libros de texto. Tienen dientes podridos y tetas caídas y cuando gritan parecen chanchos al borde del cadalso.
Cuando cae el sol repasamos las fotos de las casas muertas. Antes, cuando todavía me empezaban a salir las canas y tenía el estómago lleno de vino y wiski barato, no podía ver más que sangre y eso me nublaba la vista. Ahora que tengo los ojos nuevos me gusta pensar en las cosas que se ven y todavía no puedo. Pero ya pronto.
A la noche armamos una cama de hojas y libros y nos tiramos a esperar a los fantasmas. Siempre tengo conmigo una libretita llena de palabras que no conozco. Con esa libreta me armo entero.
Estoy acostado en el lugar en que la vieja fue velada y lo anoto con números y signos de puntuación. Puedo ver cómo los pañuelos cubren las cabezas de personas que murieron antes de que yo naciera y que se llaman tía Nélida y abuela María pero que pertenecen a otros tiempos, porque cuando yo llegué al mundo vine con lluvias y muerte.
Me dan ganas de decirle a mi hermano que todo esto es una gran equivocación, que los números y las consonantes de mi libreta están desquiciados. Preferiría estar montando ballenas en el río. Pero mi hermano no me responde y lo odio tanto por dejarme abandonado entre los fantasmas.
- Sos un boludo – le digo.
- No sabés nada – como un eco.
- Me dejaste sólo y los muertos querían velarme.
- Pero si vos sos el muerto.
- No seas tarado. Además es muy predecible y los números y comas no me dicen eso.
- No sabés reírte. Nada más.
Y se nos ocurre empezar un raid de visitas a nuestras viejas casas muertas. Las sacamos de adentro de nuestra boca. Algunas, las más lejanas, las tenemos que vomitar.
- No se quieran prender de las nubes – grita mamá cuando nos alejamos volando – se van a caer.
Pero es ella la que se quedó colgada de un ceibo y se convirtió en flor después de llorar más agua que todo el arroyo.
- Tranquila mamita que sólo miramos.
La dejamos tan muerta como antes, con los ojos vidriosos por la helada que cae afuera.
Esta es la casa en la que velaron a una familia entera. La madre se había dejado la hornalla prendida y el viento que había entrado por el ojo de la cerradura. El padre miraba un partido de fútbol. Nadie recuerda cuál era, porque es regla que los detalles importantes son los que primero se olvidan. Los tres hijos, incluido el bebé de seis meses que duerme tranquilo en su cajita cerrada: les dio impresión velarlo sin la tapa.
Apagamos las luces porque mi hermano dice que la luz ahuyenta a los espíritus. Creo que es la última vez que voy a ver a mi hermano. Lo sé porque mañana el bolso de tierra se va a convertir en un muerto que camina por el costado de la ruta.
Yo nunca vi un fantasma pero enseguida supe que el menor de los muertos tenía feas intenciones. Mi hermano me tapó la boca con la mano y sentí todo el olor del río que me inundaba.
- Shh. Es de los que juegan – me dijo.
Y no pude más que llorar de pena por toda el agua contenida.
- Pero yo no quiero más…
- Ya se va a cansar – me dijo mi hermano mientras se iba convirtiendo en una figura acartonada, en blanco y negro.
- ¡Qué linda casita muerta que tiene el nene!
Grité tan fuerte que todos los muertos me miraron al mismo tiempo y mi hermano con ellos y mi mamá con una hoja del ceibo en la boca. Grité con tantas ganas y me reí tanto que los muertos prendieron la luz. Y escuché que mi hermano me repetía con números y puntos y comas que las cosas no son como parecen. Todas sombras.