viernes, 27 de diciembre de 2013

Poética: los otros


Federico y Nicolás y Ezequiel caminaban en fila india rodeando los últimos ranchos hasta un pasillo de sauces que daba a un embarcadero.

- Soy el primero que se muere, ¿sabían? – dijo Ezequiel

- ¿Cómo es eso?

- Si despiertan a una yarará siempre pica al último de la fila.

- Te hacemos un entierro lindo porque no pienso correr hasta la salita – dijo Federico y todos supieron que era verdad.

Había dos piraguas: las dos parecían jubiladas desde la primera presidencia de Perón. El primero que se tiró al río fue Nicolás que siempre abría camino. Federico no soltaba la botella de Jim Beam de primerísima calidad que se había robado de la casa de los padres. Ezequiel se la arrebató de las manos y dijo “traé pa´acá”.

- Qué desperdicio – y se llevó el dedo índice a la sien fingiendo un disparo.

Los dos se sacaron las bermudas, no aptas para ser sumergidas en el agua cristalina del Paraná.

- Nadaría en pelotas pero está lleno de palometas.

- Qué mierda que es el fondo del río – gritó Nicolás que ya estaba metido hasta el cuello – Está lleno de barro y de hojas.

“Hacete hombre vos que sos el último de los marxistas” gritó Ezequiel mientras corría los metros que lo separaban de la costa e hizo salto en largo, terminando la acrobacia con una contorsión del cuerpo hasta casi llevarlo a posición fetal. Federico prefirió sumergirse como un nadador experimentado, con los brazos extendidos y la cabeza en paralelo con el resto del cuerpo.

- Ta´linda.

- Hay que ir más para el canal que acá está caliente.

- Qué lindo que es mear en el río – dijo Nicolás y le guiñó un ojo a Ezequiel que en ese momento recibía toda la corriente.

- La-pu-ta-que-te-pa-rió.

Los tres miraron la isla y se dieron cuenta de que las costas se parecían mucho.

- Un día me voy a ir a vivir solo a uno de eso ranchos y voy a escribir poesía – dijo Ezequiel – Pero antes voy a hacer que me escupan todos los poetas del mundo.

- Vos nunca escribiste poesía.

- Por eso.

- Yo estoy más solo en el medio del quilombo – dijo Nicolás que estaba pensando en serio en volverse a Ramallo.

A unos dos kilómetros había un barco convertido en carcaza. Detrás una cruz gigante de madera.

- Para mí que tenemos que ir nadando hasta la cruz – propuso Nicolás.

- No llego – dijo Ezequiel – Me duele todo el cuerpo.

- “Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar – empezó a recitar Federico simulando la voz del poeta- Ya los ejércitos me cercan, las hordas”

- Poema de mierda – dijo Ezequiel.

- “Este río es irreal, ella no lo ha visto”.

- Sigue siendo un poema de mierda a pesar de la aliteración que lograste - coincidió Nicolás- Felicitaciones, te recibiste de poeta.

Dejaron que la corriente los llevara por el canal hasta la cruz y en el camino vieron desfilar todos los miedos de volver a ese pueblo, de encontrarse con la gente que ya los tenía marcados, de perder las últimas brazadas. Nicolás pensó en la botella que descansaba con las bermudas, llaves y billeteras a unos kilómetros.

- Hay que dejar que la corriente te lleve – dijo Nicolás e hizo la plancha. Los otros dos imitaron la posición.

Estaba lindo el cielo. Hasta creyeron que eran felices.




martes, 17 de diciembre de 2013

Álbum


La primera cámara que tuve me la gané en un concurso de cuentos organizado por no sé qué editorial cuando terminé la primaria. Era un aparato casi descartable con problemas para hacer correr el rollo. Las fotos salían oscuras y desfasadas. Fotografié un perro de tres patas cruzando la avenida, una mujer que se parecía a uno de los dibujos de Kafka que había en la biblioteca, el ángel del cementerio que señala el cielo y tiene un letrero que dice “PAX”.

Cuando el contador llegaba a doce – siempre doce, nunca veinticuatro - seguía usándola para mirar a través de la lente lo que pasaba, encuadrar e imaginar el momento en que hubiese disparado. Imaginé fotografiar la manta de mi cama en la soga, a mi viejo llorando porque el mundo se venía abajo, a la señora que a veces nos cuidaba cosiendo con una máquina a pedales, la puerta de mi habitación que tenía un nombre dibujado - “Lucía” o “Lucre”, no me acuerdo ahora – con un corazón en rojo, la noche de verano en que los amigos del barrio salieron a golpear unos tachos porque no había cacerolas.

El otro día me dijeron que lo primero que uno se olvida de las personas que no vemos desde hace tiempo es la voz. Conmigo funciona esa teoría porque mi cabeza está repleta de imágenes ruidosas. Se llenó de dedos que agarran los cigarrillos de costado y bocas que exhalan el humo como si quisieran repartir angustia, de manos que acomodan el pelo, rodillas involuntarias que se mueven. Lo que pasa es que después hay que armar la imagen completa y siempre faltan piezas.

No me acuerdo de la voz del tipo que le dijo a mi viejo que Buenos Aires se prendía fuego. Creo que fue la misma que tiempo después me dijo que habían matado a un pibe de Ramallo en un puente. Justo tenía la cámara sin rollos y le saqué varias fotos. En una el hombre se agarraba la cabeza y después la nariz para apretar unos mocos que venía aguantando. En la segunda, mi viejo con los hombros caídos y la vista en el asfalto y unas pataditas al cordón de la vereda. En otra, la calle del pueblo tan vacía que daba pena. En la última, mis pies que apuntaban al río y que parecían preguntarse qué mierda, por qué el río así tan revuelto y yo en el medio de la nada.




lunes, 25 de noviembre de 2013

Jardines que se bifurcan

En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez
 ¿cuál es la única palabra prohibida?
Jorge Luis Borges


El primer cuento que leí de Borges fue “El jardín de senderos que se bifurcan”. No entendí una palabra: inmediatamente supe, como una revelación, que ese texto tenía una densidad que me arrollaba. Me lo prestó un amigo que era más grande que yo y que sabía más de la vida. Venía en una fotocopia arrugada y anotada con símbolos y frases que para mí no tenían sentido. Esa noche le pregunté qué era lo que había leído:

- Pibe – porque me decía pibe y siempre con media ceja levantada – el cuento habla de todos los que sos y de los que vas a ser.

Empezó a cortar una servilleta de papel en tiritas y siguió:

- La mayoría piensa que el tiempo es lineal. El cuento de Borges habla de un tiempo múltiple en el que conviven todas las decisiones que tomaste y que no tomaste, todos los escenarios posibles.

Enrolló cada una de las tiritas.

- En uno de esos tiempos vos y yo estamos tomando una cerveza en el bar del Negro. En el otro tiempo el Negro no existe y no hay bar. En otro, ni siquiera existimos nosotros. En otro, vos sos una persona de frío que deshecha el cuento de Borges por salame.

Se tomó medio vaso de cerveza de un saque y me miró de costado, con esa mirada que se me pegó cuando era chico y que todavía me persigue.

- Todos esos tiempos te determinan de pies a cabeza.

El Negro espiaba de reojo, como siempre que nos poníamos a hablar.

- Lo que Borges no dice - por pudor, por olvido, qué se yo – es que en realidad no hay un jardín de senderos que se bifurcan. Hay muchos jardines y muchas bifurcaciones. El problema es cuando aparecen senderos que no huelen como uno y tienen otras provincias adentro, otros ejércitos, banderas de todos los colores e indicaciones en lenguas que desconocemos.

Creo que mi cara de pelotudo fue evidente. Largó una carcajada que todavía me duele entero.

- Ya vas a entender, pibe – dijo.

Y no habló más en toda la noche.



miércoles, 13 de noviembre de 2013

Muertas las casas

Una vez escuché que todas las casas viejas están embrujadas. Mala suerte la mía que fui a parar a un pueblo colmado de casas viejas. Mi hermano me mostró fotos de muertos siendo velados en las habitaciones de las casas en las que habíamos vivido. Nos mudamos muchas veces y nunca dejamos de ser extranjeros. No me sorprende, por eso, ver en el living de mi casa, ese que ahora es de otro color en sus paredes pero casi igual, a una señora que no sabemos bien quién es, rodeada de un cortejo de brujas y coros llorando a su lado.

- Mirá cómo está tendida en el medio de la sala al lado de esa mesita ratona – dice mi hermano.

- Ahí es donde juego cuando estoy solo.

- Ya sé – me responde.

Digo que es normal en un pueblo que encima tiene el río. La cantidad de ahogados y muertos en pena es tan grande que no caben en los cementerios. Por eso los vemos conviviendo con nosotros, o por ahí somos nosotros las almas en pena. Qué se yo. No es algo que me quite el sueño. Las almitas viajan en el colectivo y se bajan para continuar con la jornada laboral.

No hay que prestarles atención, me dijo el cura. Porque si uno se interesa las almas lo succionan, le comen la vida y se adosan a ellas como si fueran parásitos. Y es de todos los días ver a gente que tiene en los hombros dos, tres, hasta cuatro almas colgadas.

Lo que pasa es que en el pueblo la gente se aburre mucho y las almas estornudan y tosen para llamar la atención.

Mi hermano es mayor que yo y odia este pueblo. Quiere irse en cuanto pueda. Ayer mismo me dijo que tiene debajo de su cama un bolso repleto de medias y calzoncillos y el aire comprimido que le regaló el tío cuando cumplió los quince. Cuando me mostró el bolso estaba lleno de tierra y de hojas en blanco. A todo le digo que sí y entonces él me mira como dudando de mis intenciones pero enseguida se imagina en el camino de la costa con el bolso al hombro y le entran ganas de reírse a carcajadas y saltar por el patio con los brazos levantados como un loco. Y a mí también me dan ganas de salirme de este pueblo, de dejar a las almitas que sigan con su rutina y empezar a correr y saltar y bailar con mi hermano.

- ¿Creés que los fantasmas están todavía en las casas? – pregunto una vez que nos calmamos.

- Ahí hay uno nomás – me responde.

Y señala la esquina de mi cuarto donde hay un hombre vestido de traje que nos mira sin decir nada. Lo saludo y enseguida aparta la mirada. No vaya a ser cosa que nos demos cuenta de su presencia.

Mejor no preguntarle a mamá qué piensa de las almas en pena porque seguro nos caga a cintazos. Creo que le afecta un poco darse cuenta de que hace mucho tiempo que está muerta. No pasó ni un segundo de su estadía en casa en el que no pensara dejar todo y seguir. Subsistir por inercia, pobre mamá. Mi hermano le da un beso en la frente y mamá se queda en sepia.

Después corremos como locos hasta el campo de soja a revolcarnos entre los yuyos y los montes y caemos por la barranca de la cueva del tigre, donde nunca hubo un tigre, y damos de panza en el río con todas las ganas. Los bagres nos chupan los dedos de los pies y nos quitan las impurezas del cuerpo y de la cabeza. El problema son las palometas que enseguida se confunden cualquier cuerpo con un cadáver. Sacan los dientes y empiezan a mordernos y tenemos que arrancarlas de nuestras piernas y partirles la cabeza contra las rocas. Entonces mi hermano se convierte en un delfín y en una palometa y muestra los dientes afilados mientras se pelea con un ahogado que todavía no sabe que está en el río y sueña con caminar sobre el agua.

- Los bagres me hacen cosquillas – dice mi hermano.

- Creo que acabo de tocar un tiburón con las manos – pienso

- No hay tiburones en el río – me responde.

Entonces vemos una ballena que surca los aires para caer de lleno al lado nuestro. Las olas nos arrastran hasta el canal y nos reímos como nunca porque la ballena se lleva a toda velocidad al ahogado. Los pescadores nos lanzan las redes para traernos a la costa y llegamos rodeados de una cohorte de peces y sirenas, que no son tan hermosas como las pintan los libros de texto. Tienen dientes podridos y tetas caídas y cuando gritan parecen chanchos al borde del cadalso.

Cuando cae el sol repasamos las fotos de las casas muertas. Antes, cuando todavía me empezaban a salir las canas y tenía el estómago lleno de vino y wiski barato, no podía ver más que sangre y eso me nublaba la vista. Ahora que tengo los ojos nuevos me gusta pensar en las cosas que se ven y todavía no puedo. Pero ya pronto.

A la noche armamos una cama de hojas y libros y nos tiramos a esperar a los fantasmas. Siempre tengo conmigo una libretita llena de palabras que no conozco. Con esa libreta me armo entero.

Estoy acostado en el lugar en que la vieja fue velada y lo anoto con números y signos de puntuación. Puedo ver cómo los pañuelos cubren las cabezas de personas que murieron antes de que yo naciera y que se llaman tía Nélida y abuela María pero que pertenecen a otros tiempos, porque cuando yo llegué al mundo vine con lluvias y muerte.

Me dan ganas de decirle a mi hermano que todo esto es una gran equivocación, que los números y las consonantes de mi libreta están desquiciados. Preferiría estar montando ballenas en el río. Pero mi hermano no me responde y lo odio tanto por dejarme abandonado entre los fantasmas.

- Sos un boludo – le digo.

- No sabés nada – como un eco.

- Me dejaste sólo y los muertos querían velarme.

- Pero si vos sos el muerto.

- No seas tarado. Además es muy predecible y los números y comas no me dicen eso.

- No sabés reírte. Nada más.

Y se nos ocurre empezar un raid de visitas a nuestras viejas casas muertas. Las sacamos de adentro de nuestra boca. Algunas, las más lejanas, las tenemos que vomitar.

- No se quieran prender de las nubes – grita mamá cuando nos alejamos volando – se van a caer.

Pero es ella la que se quedó colgada de un ceibo y se convirtió en flor después de llorar más agua que todo el arroyo.

- Tranquila mamita que sólo miramos.

La dejamos tan muerta como antes, con los ojos vidriosos por la helada que cae afuera.

Esta es la casa en la que velaron a una familia entera. La madre se había dejado la hornalla prendida y el viento que había entrado por el ojo de la cerradura. El padre miraba un partido de fútbol. Nadie recuerda cuál era, porque es regla que los detalles importantes son los que primero se olvidan. Los tres hijos, incluido el bebé de seis meses que duerme tranquilo en su cajita cerrada: les dio impresión velarlo sin la tapa.

Apagamos las luces porque mi hermano dice que la luz ahuyenta a los espíritus. Creo que es la última vez que voy a ver a mi hermano. Lo sé porque mañana el bolso de tierra se va a convertir en un muerto que camina por el costado de la ruta.

Yo nunca vi un fantasma pero enseguida supe que el menor de los muertos tenía feas intenciones. Mi hermano me tapó la boca con la mano y sentí todo el olor del río que me inundaba.

- Shh. Es de los que juegan – me dijo.

Y no pude más que llorar de pena por toda el agua contenida.

- Pero yo no quiero más…

- Ya se va a cansar – me dijo mi hermano mientras se iba convirtiendo en una figura acartonada, en blanco y negro.

- ¡Qué linda casita muerta que tiene el nene!

Grité tan fuerte que todos los muertos me miraron al mismo tiempo y mi hermano con ellos y mi mamá con una hoja del ceibo en la boca. Grité con tantas ganas y me reí tanto que los muertos prendieron la luz. Y escuché que mi hermano me repetía con números y puntos y comas que las cosas no son como parecen. Todas sombras.



viernes, 8 de noviembre de 2013

Poética II: Diario para otro cuento pero malo

Mientras leía “El sótano” de Mario Levrero – ahora que por fin nos llega de tan lejos, pero tan cerca - me acordé de las veces en que busqué un montón de llaves y las puertas no se abrieron, o abrieron a medias. No sé qué es peor.

Me gustaría ser Mario Levrero para que las puertas se mantengan inconclusas.

En el cuento de Levrero, Carlitos tiene que atravesar las habitaciones, el jardín de su casa, la guarida del guardabosques, para encontrar el secreto de lo que esconde el sótano. Pero uno comprueba enseguida- uno que ha leído a Kafka pero, antes, que ha vivido como Kafka- que “Cuando uno busca algo, no debe ni soñar en encontrarlo por azar, por lo menos dentro de un plazo determinado. Porque uno de los tantos chistes del azar es, justamente, escondernos lo que buscamos, y hacernos encontrar lo que no buscamos, o que ya no buscamos”.

A veces creo que soy un especialista en encontrar lo que ya no busco. Me lo cruzo por la calle y me lo meto en el bolsillo, casi sin pensar. Por eso me gustaría ser Mario Levrero, para darme cuenta de que el azar me está jodiendo de a poquito y poder reaccionar a tiempo.

El otro día me guardé algo que no buscaba en la mochila y lo traje a casa. Una puerta de las que se abren para los dos lados: un día es de sol y al rato se hace de lluvia. Pesa lo que el tiempo le dice que pese. Cuando vengo con buen tranco es como si no llevara nada. Pero hay días que se convierte en un artefacto que aturde y empuja la espalda hasta el suelo como un contorsionista. Me doy risa.

El tema es que me gustaría ser Mario Levrero para no cansarme de tanto realismo. Me aburro fácil si las puertas se ponen tan metafóricas y lejanas. Así cualquiera, con tantas puertitas de tantos colores: las mías tienen dos rumbos y abren y cierran como cualquier otra puerta. Es más, se abren tan lento y se cierran tan rápido que a veces me asusta.

Como no sé de nada de lo que pasa puertas adentro empiezo a exteriorizar todas las puertas cerradas. Las llevo al zaguán o a la escalera, que es en donde me siento más cómodo. Me gustaría ser Mario Levrero para contener estas ganas de abrir todas las puertas y ver qué pasa adentro. Preferiría ser como el abuelo que se olvida de las cosas. Una memoria de olvido: la mejor de las memorias.
“Por ejemplo: ¿alguno de ustedes podría explicar algo acerca de la tetravalencia del carbono? ¿O sobre los casos de irracionalidad del logaritmo? Yo nunca pude entender nada de esas cosas, y es por eso que ahora estoy escribiendo cuentos, en lugar de hacer algo útil”.
Todavía lo tengo en la mochila, porque me da un poco de angustia sacarlo del todo. Por ahí es una piedra nomás y yo tanto drama por nada.



domingo, 3 de noviembre de 2013

Poética: el sauce


La última vez que nos cruzamos venías con los hombros caídos de tanto peso. Te levanté la cara con el dedo índice -así como hacen en las películas- y en vez de sonreír y trenzarnos me dijiste que era un pelotudo, que no entendía nada de lo que vos me estabas diciendo. Incluso la palabra trenzarse hoy me parece de pelotudo, así que te doy la venia en eso.

¿Sabés lo que pasa? Por lo general no decodifico bien los mensajes, los interpreto mientras mastico varias palabras en la boca y con ellos me creo unos mundos medio góticos, los llevo hasta el paroxismo y desde ahí vuelvo hecho un personaje de Poe. Un William Wilson que arremete contra el espejo.

La última vez que nos cruzamos tenías medio sauce en la cabeza. Se te veía a la legua el color medio amarillento y las ramas finitas a los costados. Mi hermano me dijo muchas veces que los sauces son árboles diabólicos. Es cierto, los sauces esconden miserias en su interior. Tienen capas inconclusas y se despiertan de noche: están continuamente cayendo. Lo sé porque los escuché llorar más de una vez.

Entonces el sauce y la cara y los hombros que se levantaron un poco para no darme la razón. Pero no es que quiera modificar ese último encuentro. Si fuera eso me pongo a escribir sobre lo inteligente que fui al decirte que mejor no, que seguro pasa la vida antes de que todo se empiece a derrumbar. Porque tanto uno como otro se puede convertir en sauce como en las leyendas y ahí sí que la cagamos. Nadie quiere ser un personaje de leyenda.

O que ninguna de esas palabras que me salieron decían estas cosas. A veces me enredo.





lunes, 21 de octubre de 2013

Atrás de las vías

Crecí en un pueblo con estación de nombre: Villa Estación, para ser más precisos. Una de las casas en las que viví estaba a media cuadra de las vías del tren y me acuerdo que a la madrugada me temblaba toda la cama y a veces se caían los libros que tenía en una estantería de caña. También que la vía marcaba polos, zonas de pertenencia, espacios en común y jergas.

Llegué al pueblo en un tren de pasajeros. El viejo nos esperó en la estación como dos horas porque la máquina se retrasó cuando unos tipos decidieron caerle a piedrazos a los vagones. Una señora llevaba un lemon pie y me dieron muchas ganas de que me compartiera una porción. La señora ni siquiera miró para donde yo estaba. Fue una de mis primeras decepciones.

La vez que decidí escaparme de mi casa me tomé un tren con destino a Rosario. Era verano y agarré una mochila que llené de libros, una remera y una botella de ron a medio tomar. Cuando fui a comprar el pasaje el tipo de la cabina me dijo que me conocía, que yo era el pibe de tal, que cómo estaba mi viejo. Creo que no le respondí nada, como me pasa siempre que alguien me pregunta algo y me deja expuesto.

Leí uno de los mejores libros de mi vida en el viaje. Después me di cuenta de que Rosario era una ciudad como cualquier otra y que siempre estaría bajo la ley de los que trataba de evitar. Pegué la vuelta en silencio y esta vez no leí nada.

Jugué a escupir los durmientes y pegarle de lejos. A las piedras en hilera. Jugué a simular mi propio suicidio, a correrme cuando la bocina aturdía, a los vagones viejos.

Una noche soñé que me quedaba para siempre del otro lado de la vía. Los trenes volaban en todas direcciones y formaban una muralla más grande que la que había visto en The Wall. Los maquinistas no tenían rostros, pero eran de cuero y de barro. Quería treparme y ver qué pasaba del otro lado, que no era éste, en el que estoy desde que el mundo es mundo y las estaciones son estaciones. Un mundo de espejos rotos.